SINTOMATOLOGÍA
DE UN SISTEMA FISCAL ENFERMO
César GARCÍA NOVOA[1]
La sintomatología es el conjunto de indicios externos que denotan un estado patológico. Son elementos de análisis, para llegar a un diagnóstico. La expresión puede ser utilizada respecto a cualquier cuerpo vivo, incluido un sistema tributario. Y en este sentido no es exagerado afirmar que el sistema fiscal vigente en España tiene síntomas de un grave trastorno.
Y la sintomatología se
pone de manifiesto como reacción a estímulos. Estos estímulos serán los
distintos test a que podemos someter
a nuestro sistema tributario. Desde hace tiempo el sistema fiscal se viene
sometiendo al test de su escasa
potencialidad recaudatoria, especialmente en el impuesto de sociedades, lo que ha legitimado la progresiva
eliminación de beneficios fiscales para acercar el tipo nominal al que
efectivamente pagan las empresas. Pero en estas líneas queremos referirnos a
los síntomas patológicos derivados de las diversas prácticas aberrantes,
imputables tanto a la Agencia Tributaria como al legislador, que tanto han
proliferado en los últimos años.
Para explicar esto
conviene recordar, de salida, que la historia y la evolución del Derecho
Tributario nos han enseñado algunas verdades elementales.
Que en un Estado de
Derecho, el sistema tributario es el conjunto armónico de tributos (impuestos),
vigente en un momento determinado y en el cual no hay solapamientos ni dobles
imposiciones.
Que los tributos se
crean por ley, pues el Parlamento no solo es la más directa expresión de la
voluntad popular, sino que la ley garantiza la igualdad (la ley ha de ser
general y abstracta, por tanto todos son potencialmente iguales ante la misma)
y la seguridad jurídica (la ley es estable y hace previsible las consecuencias
fiscales del comportamiento de los ciudadanos). Y que, además, los tributos
deben regirse por el principio de capacidad económica, en su expresión de
capacidad contributiva. Por un lado, no pueden gravar actos, hechos o negocios
que no expresen riqueza. Por otro, su importe debe determinarse respetando la
capacidad individual de cada uno. Y, bajo estas premisas, los Estados definen,
como expresión de soberanía, el sistema de impuestos, los cuales son, como dijo
el Juez Holmes, el precio de la civilización.
Pero esta concepción
tradicional del impuesto se encuentra en franco retroceso en todo el mundo. Los
sistemas fiscales ya no son únicamente expresión de la voluntad de los Estados
y de sus Parlamentos. Y no solo para países como España, que es miembro de una
organización supranacional como la Unión Europea. Como ya sabemos, Europa
condiciona al legislador español. En
virtud de ello, las Directivas europeas, el Tribunal de Justicia y la Comisión
determinan buena parte de la política fiscal española. Así, España no puede
restringir libertades comunitarias en su legislación fiscal (por ejemplo, como
señaló el Tribunal de Luxemburgo, no puede impedir que un residente de un
Estado miembro acceda a las bonificaciones de una comunidad autónoma en el impuesto
de sucesiones) y tendrá que modificar la regulación de la declaración de bienes
en el exterior (Modelo 720), como acaba de decir la Comisión Europea, en ambos
casos por erosionar la libre circulación de capitales. Tampoco puede crear
impuestos especiales que no tengan una finalidad específica (como ocurrió con
el céntimo sanitario) y los beneficios fiscales que regule el Reino de España
tendrán que ser notificados a la Comisión, con la espada de Damocles de un
posible expediente de ayudas de Estado (casos DAEX, fondo de comercio
financiero, o la polémica en torno al tax
lease). Y, por ejemplo, no se podrá aplicar un tipo reducido de IVA a la
electricidad cuando exista riesgo de distorsión de la competencia y así lo
aprecie Bruselas.
Sin embargo, y fuera
de la primacía del Derecho de la Unión Europea, los Estados ven hoy en día
condicionada su política fiscal por múltiples factores en los que influye el
contexto internacional. Las directrices emanadas de organismos internacionales,
singularmente la OCDE, son seguidas por los Estados, y ello aunque, a
diferencia del Derecho europeo, no se trata de normas vinculantes. El caso de
BEPS es muy significativo. El Plan BEPS, a pesar de su buena prensa
internacional, no deja de ser un cambio sobrevenido de reglas de juego para las
empresas, además, y esto es lo curioso, sin previsión alguna de cláusula de grandfather o periodo transitorio. Esas
reglas transitorias quedarán al buen criterio de las legislaciones nacionales a
la hora de introducir estas medidas.
En este sentido, llama
la atención el afán pionero de España a la hora de ser el primero en la carrera
por introducir medidas en la línea de las acciones BEPS. Importantes reformas
acometidas por el gobierno español en los últimos años se han hecho siguiendo
este Plan de la OCDE y el G-20 (modificación del patent box, exigencia de una tributación mínima del 10% en la
fuente para aplicar la exención por doble imposición internacional de
dividendos y plusvalías de fuente extranjera, calificación como rendimientos de
los préstamos participativos intragrupo, documentación país por país en las
multinacionales…). Además, los Estados se encuentran condicionados por el
contexto internacional que, sin traducirse en normas, presiona a la baja el
gravamen de ciertos tipos de rentas des-localizables (race to the bottom). Y también por las necesidades de consolidación
fiscal (el malhadado Decreto-Ley 3/2016 ha sido fruto de la exigencia de
recaudación adicional de 4.650 millones de euros para enjugar el déficit).
No solo los Estados
están perdiendo autonomía para diseñar sus sistemas fiscales sino que el
instrumento jurídico por excelencia –la ley– está experimentando una profunda
crisis hasta el punto de que, en buena medida, ha dejado de ser una norma de
carácter general y abstracto con vocación de innovar el ordenamiento jurídico.
Muestra de ello es la
ausencia absoluta de calidad normativa, fruto de la llamada legislación
propaganda (la ley se usa con fines electorales y no con la idea de establecer
una regulación estable). Y la falta de proyección general de la ley, que unas
veces es fruto de acuerdos con ciertos sectores sociales y económicos, y otras,
resultado de la traslación al texto legal de instrucciones administrativas y
directrices internas que no tienen la condición de normas jurídicas.
España no ha sido
ajena a este trending internacional,
pero lo ha acrecentado con prácticas legislativas repudiables, y con un marco
autonómico que ha acentuado el caos. Muestra de ello es que impuestos
estatales, como sucesiones o patrimonio, se están exigiendo en unas
comunidades autónomas y no en otras.
El resultado es lo que
podríamos denominar un museo de los horrores fiscales, con situaciones que
niegan la seguridad jurídica, la capacidad económica y la legalidad de manera
flagrante y que, en algunos casos, no tienen parangón en ningún país de nuestro
entorno.
Así, menosprecio a la
seguridad jurídica es por ejemplo, mantener vigente, desde 2009, un impuesto sobre el patrimonio pero sin
cobrarlo, para después, por Decreto-Ley, volver a exigirlo temporalmente (en
2012 y 2013), y prorrogar todos los años esa temporalidad. Es haber permitido
deducir los deterioros por pérdidas de valor de participaciones hasta 2013,
para suprimir la deducibilidad fiscal en ese año, y ordenar en diciembre de
2016 y con efectos de 1 de enero, la tributación por las pérdidas anteriormente
deducidas. Es declarar en la reforma de la Ley General Tributaria (antología de
la inseguridad jurídica) la imprescriptibilidad de la facultad de liquidar o
comprobar si es necesario para inspeccionar ejercicios no prescritos, o la
interrupción de la prescripción de las obligaciones conexas.
Un atentado a la
capacidad económica es que no se graven rentas netas de las empresas o que,
incluso, se las haga tributar por pérdidas, Por ejemplo, mediante la reversión
de la deducción por deterioro, o no permitiendo compensar bases imponibles
negativas, o limitando la deducción de amortizaciones contables, o haciendo
tributar a sociedades con pérdidas contables porque los gatos financieros por
encima de un millón de euros no son deducibles en su totalidad y sin que
exista, en nuestro ordenamiento, una cláusula de escape. Basta, como símbolo
supremo de la vulneración de la capacidad económica, el ejemplo del llamado
impuesto municipal de plusvalías, cuya expulsión del ordenamiento por el
Tribunal Constitucional incluyó el recordatorio en su sentencia de que no caben
tributos que no recaigan sobre manifestaciones de capacidad económica.
Y desprecio a la
legalidad es pervertir el fin de la ley tributaria utilizándola con fines
declaradamente espurios (como corregir el déficit de tarifa en el sector
eléctrico como se hizo mediante Ley 15/2012), o crear un impuesto con el único
fin de que las comunidades autónomas no ocupen un hecho imponible (impuesto sobre depósitos bancarios), o
erosionar la jerarquía normativa, modificando la Ley General Tributaria en
materia de aplazamientos y fraccionamientos mediante una simple Instrucción,
para corregir los errores del Decreto-Ley 3/2016.
En suma; multitud de
síntomas de una patología que puede cronificarse, provocando la enfermedad de
la inseguridad jurídica. La solución, como en medicina, es un tratamiento en
forma de verdadera reforma fiscal, guiada por el criterio del Informe Mirrlees
de 2011, de buscar el mejor sistema tributario posible, y no por la lamentable
perspectiva cortoplacista de los intereses políticos.